El Zurriburri

"La revista digital del Manrique cultural"

Zurriburri Nº 0037. Podremos ir algún día.

(jueves 30 de abril de 2020)

Mi madre me despertó porque me tocaba hacer guardia. Era un día precioso. Me quedé un buen rato observando el brillo que desprendía la naturaleza después de una larga noche de tormenta. Mientras mi madre buscaba el desayuno, mi padre y mi hermana Luisa dormían. Un ruido me sorprendió a mis espaldas y me giré bruscamente. Era mi hermano mayor Sebastián, que como siempre se había ido a “no sé dónde” a hacer “no sé qué”. Nunca nos cuenta nada y parece que no le gusta pasar el tiempo con la familia.

Después del desayuno nos fuimos a las clases de caza que nos daban papá y mamá. Ese día tocaba examen, por lo que mis padres observaban en lo alto de una roca, cómo mis hermanos y yo nos organizábamos para emprender un ataque hacia un tapir que se situaba en un pantano buscando comida. Decidimos esperar a que el animal estuviera fuera del agua para así rodearle. Nos colocamos en nuestras posiciones y, poco a poco, nos fuimos acercando hacia el animal con sigilo. Cuando llegó el momento en el que el tapir estaba fuera, nuestros ojos de jaguar se miraron rápidamente en modo de señal, flexionamos nuestras patas, alargamos los cuellos dispuestos a  saltar, cuando un estrepitoso ruido recorrió mi cuerpo y me desconcentró. Cuando conseguí recuperar mis sentidos, el tapir se encontraba derrumbado junto al pantano y mi sensor del peligro se encendió de manera alarmante. Salimos corriendo hacia el bosque y no paramos hasta que dejamos de notar y escuchar aquel ruido repetido detrás de nosotros. Era algo que nunca antes habíamos presenciado y el pensar que por fin había finalizado nos dio oportunidad de respirar. Nuestros padres corrieron hacía donde estábamos. Sus miradas estaban atónitas y llenas de preocupación. Nos explicaron que  aquel sonido era un arma que utilizaban los humanos para la caza. Al parecer Sebastián ya sabía eso porque en los momentos en los que desaparecía observaba a lo lejos el pueblo humano, y ya les había visto muchas veces utilizar eso contra su propia especie.

Desde ese día, nada volvió a la normalidad. A Sebastián se le prohibió desaparecer sin motivo. Por las noches siempre había alguien haciendo guardia. Mi madre nos dejó de contar historias sobre nuestro abuelo Marco Antonio, jaguar al que admiraba muchísimo y al que ansiaba conocer. Y tal y como mi madre decía, vivía en un lugar maravilloso al que todos podríamos ir algún día. Por las mañanas, alguien se tenía que encargar de vigilar si los humanos volvían a aparecer. La comida fue poco a poco disminuyendo. La tierra no se encontraba igual desde hacía unos días. Después de la hora de almorzar, se agitaba como si ella hubiese perdido el control y el cielo comenzó a llenarse de nubes grisáceas que tapaban los cálidos rayos del Sol.

Yo, al ser la más pequeña, preferían que no hiciera el turno de vigilancia de día, por lo que me solía tocar hacer los turnos de noche. Como siempre tuve curiosidad por saber cuál era el lugar al que mi hermano huía, antes de que nos lo contara, le estuve vigilando muy de cerca. Tanto, que creía saber el camino que realizaba. Una noche en el que todo estaba muy tranquilo me volvió a picar la curiosidad y, como si me hubiese retado a mí misma, sin pensarlo dos veces, me adentré en el bosque proyectando en mi mente la imagen que había visto tantas veces de Sebastián. Estaba tan concentrada que en ningún momento me volví hacia atrás. Tenía la guardia bajada. Sólo estaba pendiente del sonido de mi respiración y la sensación de mis garras rozando los árboles para dejar una marca por si no sabía volver. Más adelante empecé a escuchar la voz de mi madre cuando nos contaba las historias del abuelo y la frase “vive en un lugar maravilloso al que todos podremos ir algún día”. Me dejó paralizada. Se me entrecortó la respiración y empecé a ser consciente de lo que estaba haciendo. Para colmo, el temblor volvió. A mi alrededor los árboles comenzaron a caer. Corrí. Unas máquinas amarillas arrasaban los árboles que me servirían para volver a casa. El cuerpo me empezó a pesar. Me costaba cada vez más correr, pero la frase “vive en un lugar maravilloso al que todos podremos ir algún día” me hacía perder el ritmo y que mis patas perdieran la coordinación y mi respiración el compás. Me derrumbé y, sin apenas aliento, repetí aquella frase una y otra vez hasta que, de un abrir y cerrar de ojos, mi casa desapareció y mi cuello se encontró encadenado. En el siguiente abrir y cerrar de ojos me encontré frente a un montón de esas criaturas que destrozaron mi hogar, todos con una sonrisa en la cara, mientras miraban como un hombre con un látigo me obligaba a saltar por un aro en llamas.

 

Autora: Beatriz Delgado, alumna de 4º ESO C. Galardonada con el segundo premio del Concurso Literario 2019-20, modalidad 3º-4º ESO, organizado por el Departamento de Lengua y Literatura.

Árbol día del libro

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