(miércoles 2 de diciembre de 2020)
Parece como si hiciera apenas un momento se hubiera balanceado y una mirada la hubiese inmovilizado. La hoja o la mondadura del redondel plateado está suspendida sobre la chepa de Ubocze, del mismo modo que se suspende la mitad de una tijera de esquilar sobre el lomo de un borrego, o un anzuelo ante la boca de un gran pez. Es la primera noche del primer cuarto, en octubre, cuando la luna dispone de apenas una hora sobre el cielo. Después desaparece engullida por la tierra, allá, cerca de Grybów, y el hombre se queda solo en la oscuridad.
No se divisa ni la propia mano, ni la gente alrededor, no se ven las cosas que suele formar la existencia, ni siquiera se ve cómo el aire se filtra entre los dedos. Para creer en la propia vida es necesario tocarse o huir hacia la memoria. Sin el mundo, sin la variedad de sus formas alrededor, el hombre no es más que un espejo que no refleja nada. De día esto no se ve porque la luz es más ligera y está más diluida que el aire. Se introduce en cada resquicio, señala todas las formas susceptibles de ser vistas y a veces también las invisibles. Ahora es otra cosa. La sustancia primaria de la penumbra entra en las venas y circula como la sangre.
Un perro ladra en algún lugar. La gente alarga el día en sus casas con la ayuda de los televisores y las lámparas. Quieren ver sus vidas, sus objetos, todo lo que habían acumulado entre las cuatro paredes desde el comienzo del mundo, desde que encendieron el primer fuego. Pero la noche sigue llegando. Desde lo alto, las ciudades y los pueblos parecen rescoldos de hogueras.
Al principio fue la oscuridad, y ahora, a las seis y cuarto de una tarde de 1996, permanece el tiempo más antiguo. Tengo en el bolsillo cigarrillos Marlboro y otras cosas que suele llevar la gente a finales del siglo xx. Pero, si no fuera por las jugarretas de la memoria, no sería más que un trozo de una materia apenas animada, sumido en la penumbra ancestral. No puede descartarse que el cuerpo sea una variedad cálida y espesa de la oscuridad y que, en tales momentos, la noche se apodere de él como de algo suyo. La negrura se extiende hasta el infinito. Nada importante me viene a la cabeza. Así debe sentirse una gota cuando se diluye en el agua.
Los restos de la claridad se apagan sobre Ubocze sin un susurro, y la montaña desaparece en la hondura azul marino. La comarca de Ropa recuerda la leyenda de aquel mundo sumergido en el cual la gente debe emitir su propia luz para ver cualquier cosa.
La oscuridad y el tiempo, sustancias ligeras, invisibles, que desvelan la fragilidad humana. La razón no es más que la llama de una cerilla al viento. El alma se abraza al cuerpo por miedo a la oscuridad mientras el cuerpo confirma su existencia palpando su propia piel. Y así, pues, perdura finalmente el más simple de los sentidos gracias al cual una lombriz se mueve en la tierra y nosotros podemos distinguir lo vivo de lo muerto, y poco más.
Autor: Andrzej Stasiuk. Relato extraído de su obra El mundo detrás de Dukla, Narrativa del Acantilado 55, Quaderns Crema S.A., Barcelona 2003.
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