(sábado 10 de abril de 2021)
Durante un gran juicio político, en el cual figuró en calidad de acusado de cuarto orden, fue condenado a prisión perpetua; de este período estuvo en la cárcel seis años, aislado e inocente. La cárcel afectó a todos sus compañeros, a cada quien en su punto más vulnerable, a unos en el corazón, a otros en los pulmones, a otros más en su equilibrio psíquico.
Él, con su extremadamente sensible sistema nervioso, en la sexta semana sufrió una crisis de llanto. Pero al echarse sobre la mesa, se dio cuenta de que en la superficie había una hormiga. Ante este hecho hasta se olvidó de llorar.
La contempló luchar con una mínima miga de pan. Empujó la miga con la punta de una uña, cada vez más y más lejos. Esa mañana transcurrió con la ocupación de hacer pasear a la hormiga alrededor del tablero de la mesa.
Durante la noche la encerró en un frasco de medicinas vacío, y al día siguiente la hizo trepar hasta la parte alta de un fósforo. Pronto se dio cuenta de que el animalito era mucho más fácil de entrenar con un filamento de carne que con las migas. Para finales del octavo mes logró acostumbrarla a columpiarse sobre dos fósforos colocados en cruz. Por supuesto, a ese titubeante ir y venir de un lado a otro sólo con cierta buena voluntad se le podía llamar columpiarse, pero a él hasta ese resultado lo hizo sentirse casi feliz.
Después de cumplir el tercer año, como una concesión especial debida a su buena conducta, le informaron de que se le permitía pedir papel, instrumentos de escritura y libros. Lo rechazó con altivo orgullo, puesto que ya la hormiga podía hacer rodar de un lado a otro un grano de amapola proveniente del dulce de navidad. Pero a él ni siquiera ese número lo satisfacía, porque aún podía ser considerado dentro de los límites de la existencia de una hormiga. La otredad comenzaría si pudiera hacerla erguirse en dos patas… Ello le llevó dieciocho meses, pero al final lo logró.
Después de otro año y medio le hicieron saber, discretamente, que pronto sería rehabilitado y puesto en libertad. Para ese entonces estuvo listo su gran espectáculo: la hormiga, de pie, lanzaba hacia lo alto el grano de amapola, y luego lo atrapaba. De manera que podía decirse –otra vez con un poco de buena voluntad– que había aprendido a jugar a la pelota.
Le dieron vueltas al frasco. Lo miraron con la lupa y lo acercaron a la lámpara, pero todo fue inútil. Lo más extraño era que ya él tampoco la veía.
Autor: István Örkëny, escritor y dramaturgo húngaro. Relato Supervivencia, de su obra Cuentos de un minuto, 1968 (Thule Ediciones, S.L., 2006).
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